LOS ZAPATOS DE MAMÁ
Para poneros en contexto, tengo más de 60 años y aún recuerdo como era cada mañana cuando tenía 6 o 7 y me despertaba en casa. Lo primero que hacía era ir al dormitorio de mis padres aprovechando que todo el mundo se había puesto en marcha ya.
Solía abrir el armario donde mi madre guardaba los zapatos y escogía cuidadosamente uno de entre todos ellos. Los había de todas las formas, diseños y colores.
Con el corazón a mil por hora y las manos temblorosas me los ponía y me escondía debajo de la cama para regalarme esos minutos donde podía soñar y, si sabía que nadie me molestaría, aprovechaba para ponerme el mayor número de ellos.
Me gustaba empezar por unas botas de cordones que mi madre solía ponerse cuando hacía frío y llovía. Eran tan calentitas, tan suaves. Aún recuerdo el olor del cuero bien cuidado y siempre reluciente. Me gustaba imaginarme por la calle con ellas, pisando cada charco y cada imperfección del suelo sin tener que preocuparme por si me mojaba. Me imaginaba con el pelo suelto hondeando al viento y retirando los mechones que se me ponían en los ojos.
Las siguientes elegidas eran casi siempre unas sandalias de cuña que tenía cuidadosamente guardadas en su caja. Eran de color azul pastel y mi madre las combinaba sin problema con sus vestidos cuando llegaba la primavera. Con ellas me sentía libre, siempre en las alturas y con la ligereza que me permitía avanzar a grandes zancadas fuera por donde fuera.
Me probaba cada zapato y cada sandalia, un día unos y otro día otros. Con ellos podía imaginarme que era quien yo quisiera, no tenía que hacer lo que los demás esperaban de mi. Un día podía medir más de un metro ochenta, otro día podía medir un metro cincuenta. Podía ir con falda o con pantalón, con abrigo o con camiseta de tirantes. No tenía que preocuparme por si quedaba bien o quedaba mal y no tenía que preguntarme si los demás me mirarían con aprobación o censura.
Con esos zapatos podía hacer lo que yo quisiera y soñar, siempre soñar.
No era fácil hacer lo mismo en el colegio. Donde algunos profesores no me dejaban participar en las tareas que más me interesaban porque consideraban que eran tareas de niña o me decían que yo no iba ser capaz. ¿Porqué nadie me veía como yo lo hacía? ¿Porqué nadie podía ver lo que yo soñaba cuando me ponía los zapatos de mi madre?
Con los años, fui creciendo y me fui encontrando con situaciones parecidas. No puedes entrar porque eres hombre, no puedes hacerlo porque es una actividad pensada para mujeres. No debes vestir así, tu actitud me molesta y un largo etcétera de situaciones que me obligaban a intentar escaparme y soñar con poder desaparecer o marcharme lejos.
El tiempo pasó y las cosas fueron cambiando. Aún queda mucho por hacer, pero he encontrado personas que me quieren como soy, respetan mis gustos y mis sentimientos. La sociedad ha empezado a luchar para cambiar el orden preestablecido y ya puedo decir quien soy y enseñar mi DNI sin que me miren diferente.
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